Como indico en entradas anteriores, el supuesto derecho a decidir o la teórica democracia directa son planteamientos atractivos para el político populista, ya que despojan a la democracia de los mecanismos que limitan su poder.
El populista es por definición un manipulador emocional de la sociedad, un demagogo capaz de movilizar y conseguir voto enfrentándonos a unos contra otros.
Pero esa misma característica le impide organizar la sociedad de forma constructiva e integradora a medio plazo. Las sociedades se fracturan, enfrentan y empobrecen bajo su mando. Esto hace que su única manera de mantenerse en el poder sea incrementar la demagogia, subir constantemente su apuesta frentista: todo se solucionará si vamos aún más allá...
Es ahí donde las limitaciones de la democracia, como son las mayorías cualificadas, los plazos largos, la reforma de la ley dentro de la ley, el respeto a los derechos de las minorías... se convierten en una atadura inaceptable para el populista. Con esas limitaciones su demagogia de cambio ilusionante deja de resultar verosímil a sus seguidores, el mago pierde su encanto.
Y lleva al populista a lo que suele denominarse oponer legitimidad a legalidad. A apelar a un supuesto poder sin límites de la voluntad popular: derecho a decidir, democracia directa... un discurso fácil de defender para el populista, un experto en el halago (el pueblo es bueno y no se equivoca) y el enfrentamiento (quieren impedir que el pueblo pueda decidir...).
Dentro de este esquema entraría esta frase que se ha puesto de moda últimamente, la del supuesto mandato popular. Una variante similar a las dos anteriores y que consistiría en distorsionar el sentido de una votación.
En unas elecciones se elige un conjunto de diputados para que estos legislen y elijan, a su vez, a un gobierno. Ese es el contenido real de las elecciones en una democracia parlamentaria. Y para ello los políticos hacen una campaña y presentan unos programas de acción de gobierno con los que atraer a los votantes.
La trampa del mandato popular consistiría en transformar lo que realmente se elige, un equipo de personas para una tarea de gobierno concreta y limitada, en una manifestación absoluta de voluntad popular respecto de algún tema concreto: la independencia, la autodeterminación, el derecho a saltarse algunas leyes...
El político elegido se transforma así en una especie de intérprete de la voluntad popular frente a quien toda oposición resultaría ilegítima. Su poder dejaría de estar limitado por la ley. Esa es la trampa.
Notas sobre la democracia directa (que trasladaría a la sociedad no la responsabilidad de decidir entre gobiernos sino la de gobernar cada tema)...
... y el derecho de autodeterminación (que permitiría a los partidos políticos disponer del poder de disolución del sistema apelando a una parte de la sociedad y en un momento concreto)
El populista es por definición un manipulador emocional de la sociedad, un demagogo capaz de movilizar y conseguir voto enfrentándonos a unos contra otros.
Pero esa misma característica le impide organizar la sociedad de forma constructiva e integradora a medio plazo. Las sociedades se fracturan, enfrentan y empobrecen bajo su mando. Esto hace que su única manera de mantenerse en el poder sea incrementar la demagogia, subir constantemente su apuesta frentista: todo se solucionará si vamos aún más allá...
Es ahí donde las limitaciones de la democracia, como son las mayorías cualificadas, los plazos largos, la reforma de la ley dentro de la ley, el respeto a los derechos de las minorías... se convierten en una atadura inaceptable para el populista. Con esas limitaciones su demagogia de cambio ilusionante deja de resultar verosímil a sus seguidores, el mago pierde su encanto.
Y lleva al populista a lo que suele denominarse oponer legitimidad a legalidad. A apelar a un supuesto poder sin límites de la voluntad popular: derecho a decidir, democracia directa... un discurso fácil de defender para el populista, un experto en el halago (el pueblo es bueno y no se equivoca) y el enfrentamiento (quieren impedir que el pueblo pueda decidir...).
Dentro de este esquema entraría esta frase que se ha puesto de moda últimamente, la del supuesto mandato popular. Una variante similar a las dos anteriores y que consistiría en distorsionar el sentido de una votación.
En unas elecciones se elige un conjunto de diputados para que estos legislen y elijan, a su vez, a un gobierno. Ese es el contenido real de las elecciones en una democracia parlamentaria. Y para ello los políticos hacen una campaña y presentan unos programas de acción de gobierno con los que atraer a los votantes.
La trampa del mandato popular consistiría en transformar lo que realmente se elige, un equipo de personas para una tarea de gobierno concreta y limitada, en una manifestación absoluta de voluntad popular respecto de algún tema concreto: la independencia, la autodeterminación, el derecho a saltarse algunas leyes...
El político elegido se transforma así en una especie de intérprete de la voluntad popular frente a quien toda oposición resultaría ilegítima. Su poder dejaría de estar limitado por la ley. Esa es la trampa.
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Notas sobre la democracia directa (que trasladaría a la sociedad no la responsabilidad de decidir entre gobiernos sino la de gobernar cada tema)...
... y el derecho de autodeterminación (que permitiría a los partidos políticos disponer del poder de disolución del sistema apelando a una parte de la sociedad y en un momento concreto)
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